¿Estados Unidos Retoma el Timón de Manos de un Israel que Se Autodestruye?
Esta situación aún está muy lejos de constituir un verdadero cambio de rumbo. Washington persiste en su empeño de gestionar el llamado conflicto israelí-palestino conforme a sus propias prioridades políticas, las cuales, en esencia, coinciden con las de Israel. Al ignorar el derecho internacional único garante de equilibrio y objetividad, Estados Unidos asegura que la hoja de ruta hacia el futuro de la región permanezca, pese a los desacuerdos ocasionales, bajo el control absoluto del eje Washington–Tel Aviv.
¿Cambió radicalmente el equilibrio de poder en Oriente Medio tras la dura reprimenda de Donald Trump a Israel durante su entrevista con la revista Time el pasado 23 de octubre?
Sus comentarios desencadenaron de inmediato dos interpretaciones opuestas: para algunos, la postura de Trump marca una línea divisoria clara, símbolo de un auténtico viraje en la política exterior estadounidense; para otros, no es más que una maniobra política destinada a recuperar el prestigio perdido de Washington durante los dos años del genocidio israelí en Gaza.
En relación con el fin del último genocidio en Gaza, Trump afirmó que el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu “tuvo que detenerse porque el mundo estaba a punto de detenerlo” y añadió: “ya saben, podía ver lo que estaba ocurriendo… e Israel estaba perdiendo cada vez más apoyo”. Con estas palabras, Trump sugirió que la aniquilación sistemática del pueblo palestino en Gaza había llevado a Israel a un punto de aislamiento inevitable, un punto que ni siquiera Estados Unidos podía seguir conteniendo indefinidamente.
Éste constituye el núcleo de su mensaje, repetido en su severa advertencia a Netanyahu: “Bibi, no puedes pelear con el mundo… El mundo está contra ti. E Israel, comparado con el mundo, es un lugar muy pequeño.” Puede sonar como una verdad obvia, pero si se considera el respaldo ciego y sostenido de Washington y, por extensión, de todo Occidente a lo largo de la historia, Israel siempre ha proyectado una imagen mucho más grande que su verdadera dimensión. De hecho, el poder percibido de Israel ha sido, históricamente, una extensión directa del apoyo incondicional de los Estados Unidos.
Sin embargo, según Trump, Estados Unidos ya no se percibe a sí mismo como el adalid incondicional de Israel. Al señalar la existencia de una nueva dinámica de poder global, observó: “Hay muchas potencias ahí fuera, ¿de acuerdo?, potencias ajenas a la región”, subrayando que la influencia de estos actores ha vuelto insostenible el papel tradicional de Washington como protector. Esta toma de conciencia se hace más evidente cuando aborda el deseo israelí de anexionar ilegalmente Cisjordania palestina. Entonces se muestra decidido a actuar y adopta un tono sin precedentes: “No ocurrirá, porque se lo prometí a los países árabes. No ocurrirá. Si sucede algo así, Israel perderá todo el apoyo de Estados Unidos.”
Una declaración de tal calibre no tiene precedentes en la historia de las relaciones entre Estados Unidos e Israel. No obstante, esta confrontación también puede interpretarse como un ejercicio de teatralidad trumpiana: declaraciones audaces que rara vez se traducen en políticas coherentes. Durante su segundo mandato, Trump abogó por el fin de la guerra, pero hizo poco por detenerla; expresó simpatía por los gazatíes mientras seguía suministrando armas a Israel. Tales contradicciones hacen difícil trazar la frontera entre la convicción y la representación.
La importancia de la advertencia sin precedentes de Trump radica, ante todo, en su momento de aparición. La entrevista con Time fue publicada el mismo día en que el Parlamento israelí (la Knéset) aprobó dos proyectos de ley que prevén la aplicación de la legislación israelí en la Cisjordania ocupada, abriendo así el camino a la anexión total e ilegal de ese territorio. Esta provocadora votación tuvo lugar mientras el vicepresidente estadounidense, JD Vance, aún se encontraba en Tel Aviv. Al abandonar el país, Vance lanzó una dura crítica al gobierno israelí, calificando la votación de “extraña” y de “una maniobra política muy estúpida”, y afirmando que la percibía como una “ofensa”.
El escepticismo de quienes se muestran prudentes ante el supuesto cambio de rumbo de Estados Unidos está, por tanto, justificado. Existen muy pocas pruebas de que Washington haya modificado realmente su trayectoria. El apoyo incondicional brindado a lo largo del genocidio constituye una evidencia irrefutable de su lealtad hacia Israel. La larga historia de respaldo estadounidense que se remonta incluso a antes de la fundación del Estado de Israel demuestra con claridad que una transformación súbita de política resulta extremadamente improbable. Si no se trata, entonces, de un cambio profundo, ¿qué está ocurriendo en realidad?
Aunque el “vínculo irrompible” persiste, el equilibrio de poder se ha desplazado. Israel ha oscilado entre ser un aliado privilegiado y un actor que, a través de su lobby, influye en la agenda regional. La guerra expuso sus vulnerabilidades y reactivó la antigua dinámica: Estados Unidos volvió a ocupar el papel de salvador, imponiendo sus prioridades. Además de los 3.800 millones de dólares de ayuda militar anual, Washington aprobó un paquete adicional de 26.000 millones para sostener la economía y las guerras de Israel. Cuando Israel no logró alcanzar sus objetivos militares en Gaza, fue Estados Unidos quien intervino para negociar el “acuerdo de Gaza”, generando así un frágil alto el fuego que permite a Israel proseguir sus metas por otros medios.
El resultado es una inversión de papeles: Trump se ha vuelto más popular en Israel que el propio Netanyahu, y la imagen de Estados Unidos como potencia determinante se ha visto reavivada. El aparente conflicto entre ambos países no responde a una cuestión de valores, sino de control: ¿quién dirige realmente el barco israelí, Tel Aviv o Washington? La retórica dura de Estados Unidos sugiere una conciencia renovada de su poder de influencia, pero poseer influencia no equivale, necesariamente, a tener una política.
Esta situación está aún muy lejos de representar un auténtico cambio de rumbo. Estados Unidos sigue empeñado en gestionar el llamado conflicto israelí-palestino conforme a sus propias prioridades políticas, que en esencia coinciden con las de Israel. Al ignorar el derecho internacional única fuente de equilibrio y objetividad, Washington garantiza que la hoja de ruta sobre el futuro de la región permanezca, pese a las discrepancias ocasionales, bajo el control absoluto del eje Estados Unidos–Israel.
Tales políticas no traerán ni paz ni justicia; inevitablemente reavivarán el mismo ciclo de violencia israelí. Aunque los bombardeos en Gaza se hayan ralentizado de forma temporal, la violencia en la Cisjordania ocupada ya vuelve a intensificarse.
Una paz justa y duradera no puede alcanzarse mediante los vaivenes arbitrarios de las administraciones estadounidenses, ni a través de guerras interminables o declaraciones sin fuerza vinculante contra la anexión. La verdadera paz exige una auténtica rendición de cuentas, una presión internacional sostenida, sanciones efectivas y la aplicación rigurosa del derecho internacional. Si el mundo persevera en su resistencia frente a Netanyahu y frente a las políticas autodestructivas que encarna, podrá evitarse un nuevo genocidio y, finalmente, hacerse posible una paz justa.