¿Está Estados Unidos a Punto de Invadir Venezuela?

Trump no se opone ideológicamente a todas las operaciones militares: lo que rechaza son, más bien, aquellos atolladeros que resultan demasiado costosos en términos políticos. En cambio, posee múltiples motivos para desear la salida de Maduro. Si atendemos a las últimas maniobras de su administración, cabe pensar que Rubio logró convencer al presidente de que el régimen se hallaba en un estado de fragilidad y que, en un contexto en el que varias iniciativas de política exterior de gran envergadura como la diplomacia en torno a Ucrania habían fracasado, Venezuela ofrecía la ocasión perfecta para que Trump exhibiera su poder en la escena internacional y obtuviera una victoria relativamente fácil.

Siete buques de guerra, un submarino nuclear, más de dos mil infantes de marina y varios aviones espía. Durante la última semana, Estados Unidos ha establecido una presencia militar considerable en las costas de Venezuela. La Casa Blanca sostiene que se trata de una operación antidroga. Y, en efecto, ayer la Armada estadounidense llevó a cabo su primer aunque sin duda no último ataque letal contra una embarcación acusada de transportar estupefacientes desde Venezuela, dando muerte a once integrantes de la banda Tren de Aragua.

Sin embargo, desplegar buques anfibios y misiles de crucero para una redada antidroga es como utilizar un soplete para acabar con un mosquito: un ejercicio de fuerza desmesurada. Una operación de semejante envergadura cuesta a los contribuyentes cientos de millones de dólares, acarrea riesgos de errores de cálculo y accidentes, desvía recursos escasos de ámbitos estratégicamente más relevantes y, en esencia, implica un poder muy superior al que el cometido declarado exigiría.

O bien se trata de la operación antidroga más costosa de la historia, o bien… de algo mucho más ambicioso.

Una serie de movimientos jurídicos y políticos apuntan a una escalada mayor. En las últimas semanas, la administración Trump ha designado a los carteles venezolanos como organizaciones terroristas y ha declarado a Nicolás Maduro su principal dirigente. Ha duplicado la recompensa por su captura hasta los cincuenta millones de dólares. Ha otorgado al Departamento de Defensa la autorización para emplear la fuerza contra carteles en Venezuela y México. Y ha reiterado que Estados Unidos no reconoce a Maduro como un jefe de Estado legítimo protegido por la legalidad internacional, paso crucial para generar la cobertura jurídica necesaria a fin de dirigir un ataque directo contra él si Trump lo ordenara. Todo ello tuvo lugar antes de que la flota de guerra pusiera rumbo al sur.

Si se consideran estos elementos en conjunto, el panorama se asemeja al telón de apertura de una campaña de presión cuyo propósito último sería desalojar a Maduro del poder.

El presidente Trump suele mostrarse aunque no siempre, como lo demuestra el caso de Brasil escéptico ante la idea de un cambio de régimen. Sin embargo, su secretario de Estado y consejero de seguridad nacional (y al mismo tiempo director interino de USAID y archivero provisional), Marco Rubio, defiende desde sus días en el Senado una intervención más activa de Estados Unidos en Venezuela. Para Rubio cuyo horizonte político ha sido configurado por la diáspora cubana de Miami golpear a Caracas trasciende la cuestión de las drogas, el crimen y la migración irregular: lo concibe como la oportunidad de derrocar al aliado sostenido por los subsidios petroleros de Cuba y de inaugurar, en consecuencia, un proceso de purga en toda América Latina.

Trump, por su parte, encarna impulsos contradictorios. Por un lado, prometió a sus votantes no emprender nuevas guerras en el extranjero y, tras el fiasco de Juan Guaidó en su primer mandato, sigue sin confiar en la oposición venezolana. A diferencia de Rubio, tampoco mantiene un compromiso de principio con la causa democrática en Venezuela. Mientras su administración intensificaba la presión sobre Maduro y su entorno, a comienzos de este año restableció discretamente la licencia de Chevron para extraer petróleo venezolano. Esa autorización, diseñada para garantizar el flujo energético, fue estructurada bajo condiciones que favorecían los intereses estadounidenses antes que a la empresa estatal PDVSA.

Por otro lado, Trump no se opone ideológicamente a todas las operaciones militares: lo que rechaza son los atolladeros políticamente costosos. Y posee razones de peso para desear la salida de Maduro. A juzgar por los últimos movimientos de la administración, Rubio podría haber convencido al presidente de que, en un momento en que el régimen se mostraba frágil y fracasaban proyectos de gran alcance como la diplomacia en torno a Ucrania, Venezuela ofrecía la ocasión perfecta para exhibir fuerza en el escenario internacional y cosechar una victoria relativamente sencilla.

Todo ello no implica necesariamente el desembarco de tropas terrestres. Trump no tiene el menor entusiasmo por otro Irak, política y electoralmente tóxico, ni siquiera popular entre la base del MAGA; además, una invasión requeriría un despliegue militar de dimensiones mucho mayores.

¿Y qué hay de operaciones contra la infraestructura de los carteles, los intermediarios clave o los activos militares que sostienen al régimen? Esa perspectiva coincide con la agenda de Rubio, explica la magnitud del despliegue y proporcionaría a Trump victorias presentables ante la opinión pública sin el riesgo de prolongados atolladeros. Es probable que el objetivo no sea conquistar territorio ni derrocar de inmediato al régimen aunque no pueda descartarse del todo la posibilidad de ataques selectivos de “decapitación”, sino aumentar la presión sobre las figuras que mantienen a Maduro en el poder, obligarlas a recalcular sus lealtades y, en última instancia, poner en entredicho su permanencia en el cargo.

La mayoría de las autocracias se derrumban de este modo: desde dentro. El ejército venezolano como ya ocurriera en tiempos de Hugo Chávez se ha mantenido leal a Maduro a pesar del colapso económico del país y de su aislamiento internacional; pero esa lealtad descansa en intereses materiales. Recompensas de cincuenta millones de dólares, un bloqueo naval y la posibilidad de morir bajo misiles Tomahawk generan incentivos poderosos para una reconsideración.

Ello no significa que el régimen se halle al borde del colapso. Incluso si Maduro cayera lo cual sigue siendo un gran “si”, los centros de poder en el ejército y en el palacio procurarían gestionar la transición y designar a un sucesor. Piénsese, por ejemplo, en actores internos de perfil pragmático que ya han negociado en el pasado con Washington y con la oposición, como la vicepresidenta Delcy Rodríguez o su hermano, el presidente de la Asamblea Nacional, Jorge Rodríguez. El partido gobernante, el PSUV (Partido Socialista Unido de Venezuela), conserva un amplio control institucional; cualquier acuerdo capaz de persuadir a las élites del régimen de retirarse requerirá una compleja combinación de reparto de poder y garantías de amnistía. El camino hacia elecciones auténticas y hacia un gobierno opositor será largo, enrevesado y probablemente violento.

En este punto, quizá estemos adelantándonos. La cuestión esencial es más sencilla: ¿somos testigos de una representación teatral o de un verdadero preludio? Mi conjetura es que se trata de una mezcla de ambos elementos aunque lo sabremos pronto. Y, entretanto, es inevitable que quienes rodean a Maduro se pregunten: ¿vale todavía la pena permanecer a su lado y asumir semejante riesgo?