El Otoño de los Ayatolás

El período de la República Islámica se ha convertido, para Irán, en medio siglo perdido. Mientras sus vecinos del Golfo se transformaban en centros financieros, de transporte y tecnológicos, Irán desperdició su riqueza en fracasadas aventuras regionales y en un programa nuclear que solo trajo mayor aislamiento; y consumió a su mayor potencial su propio pueblo mediante la represión.

Aun así, el país conserva un capital humano y unos recursos naturales que siguen prometiendo un futuro vigoroso. Sin embargo, la activación de ese potencial depende de aprender de los errores del pasado y de rediseñar de manera radical el orden político existente.

¿Qué Tipo de Cambio Vivirá Irán?

Por primera vez en casi cuarenta años, Irán se encuentra al borde no solo de un relevo en el liderazgo, sino quizás de un cambio de régimen. A medida que el poder del Líder Supremo, el ayatolá Alí Jamenei, se aproxima a su fin, la guerra de doce días ocurrida en junio reveló con claridad la fragilidad del sistema que él mismo construyó. Israel sometió a intensos bombardeos a las ciudades y bases militares iraníes, allanando el camino para que Estados Unidos lanzara catorce bombas perforadoras contra las instalaciones nucleares de Irán. Aquel conflicto expuso el abismo entre la arrogancia ideológica de Teherán y la limitada capacidad del régimen: el poder teocrático había perdido gran parte de su influencia regional, ya no controlaba su propio espacio aéreo y veía cómo la autoridad en las calles se desvanecía. Al finalizar la guerra, Jamenei, de 86 años, emergió de su escondite para proclamar una victoria con voz apagada; sin embargo, aquella escena concebida como demostración de fuerza no hizo sino evidenciar la debilidad terminal del régimen.

En el otoño de los ayatolás, la pregunta esencial es la siguiente: ¿el régimen teocrático que ha gobernado desde 1989 sobrevivirá, se transformará o se derrumbará? ¿Y qué tipo de orden político emergerá después? La Revolución de 1979 transformó a Irán de una monarquía prooccidental en una teocracia islamista; convirtió al país, casi de la noche a la mañana, del aliado más fiel de Estados Unidos en su enemigo más acérrimo. Irán sigue siendo un Estado clave: como potencia energética, su política interna moldea tanto la seguridad y el equilibrio político de Oriente Medio como la estructura del sistema internacional. Por ello, la cuestión de quién o qué reemplazará a Jamenei posee una relevancia trascendental.

En los dos últimos años desde el ataque perpetrado por Hamás contra Israel el 7 de octubre de 2023, un acto apoyado abiertamente solo por Jamenei entre los grandes líderes, la obra de toda su vida ha sido desmantelada por Israel y Estados Unidos. Sus protectores militares y políticos más cercanos fueron asesinados o eliminados en atentados selectivos; sus fuerzas delegadas en la región quedaron paralizadas; y la infraestructura nuclear, levantada a un costo económico descomunal, yace ahora en ruinas.

La República Islámica intentó transformar aquella derrota militar en una oportunidad para “reunir al pueblo en torno a la bandera”, pero las humillantes realidades de la vida cotidiana son imposibles de ocultar. Con una población de 92 millones de personas, Irán constituye la mayor sociedad del mundo mantenida durante décadas al margen del sistema financiero y político global. Su economía figura entre las más castigadas por sanciones internacionales; su moneda, entre las más devaluadas; su pasaporte, entre los más rechazados; su internet, entre los más censurados; y su aire, entre los más contaminados del planeta.

Los lemas inmutables del régimen «Muerte a América» y «Muerte a Israel», pero nunca «Viva Irán» revelan que su prioridad no es el desarrollo, sino la confrontación. Los cortes de electricidad y las restricciones de agua forman parte de la rutina diaria. Uno de los símbolos fundacionales de la Revolución, el velo obligatorio al que el primer Líder Supremo, el ayatolá Ruhollah Jomeiní, definió como “la bandera de la revolución”, hoy está hecho trizas: cada vez más mujeres desafían abiertamente la obligación de cubrirse el cabello. Los patriarcas autoproclamados de Irán controlan a las mujeres con no más eficacia de la que demuestran al intentar controlar su espacio aéreo.

Para comprender cómo Irán ha llegado a este punto, es necesario examinar los principios fundamentales que han sostenido los treinta y seis años de gobierno de Jamenei. Su poder se erigió sobre dos pilares: la lealtad absoluta a los principios revolucionarios tanto en el ámbito interno como en el exterior y el rechazo total de cualquier reforma política. Jamenei ha sostenido durante décadas que suavizar los ideales y las normas de la República Islámica conduciría al mismo desenlace que las políticas de glasnost de Mijaíl Gorbachov para la Unión Soviética: no la prolongación del régimen, sino su colapso. Por ello, jamás ha vacilado en su oposición a la normalización de relaciones con Estados Unidos.

La edad avanzada, la rigidez ideológica y la inminente despedida de Jamenei mantienen a Irán suspendido entre un colapso prolongado y una sacudida repentina. Cuando el Líder Supremo muera, podrán activarse varios escenarios posibles. La ideología abarcadora de la República Islámica podría degenerar, como ocurrió en la Rusia postsoviética, en un cinismo característico de los hombres fuertes. Siguiendo el modelo de China tras la muerte de Mao Zedong, Irán podría abandonar su rígido dogmatismo para orientarse hacia intereses nacionales pragmáticos. También podría optar por intensificar la represión y el aislamiento, al estilo norcoreano. O, como en el caso de Pakistán, el clero podría ceder el control político a los militares. Y, aunque hoy parezca una posibilidad lejana, el país aún conserva la opción de dirigirse hacia un sistema representativo: una aspiración cuyas raíces se remontan a la Revolución Constitucional de 1906. El rumbo que tome Irán será único, y no solo determinará el destino de sus ciudadanos, sino también la estabilidad de Oriente Medio y el equilibrio del orden mundial.

El Estilo Paranoico

Los iraníes suelen verse a sí mismos como herederos de un gran imperio; sin embargo, su historia moderna está marcada por invasiones, humillaciones y traiciones. En el siglo XIX, Irán perdió casi la mitad de su territorio ante vecinos agresivos: cedió el Cáucaso que comprendía las actuales Armenia, Azerbaiyán, Georgia y Daguestán a Rusia, y entregó Herāt a Afganistán bajo la presión británica. A comienzos del siglo XX, Rusia y el Reino Unido dividieron el país en zonas de influencia. En 1946, tropas soviéticas ocuparon Azerbaiyán iraní e intentaron anexarlo; y en 1953, el Reino Unido y Estados Unidos orquestaron un golpe de Estado que derrocó al primer ministro Mohammad Mosaddeq.

Esta herencia histórica generó generaciones de dirigentes inclinados a ver conspiraciones por doquier, dispuestos a acusar incluso a sus más estrechos consejeros de ser agentes extranjeros. Reza Shah, fundador de la dinastía Pahlaví y aún recordado con respeto por muchos iraníes, fue depuesto por las potencias aliadas durante la Segunda Guerra Mundial bajo la sospecha de simpatizar con la Alemania nazi. Según su consejero Abdolhossein Teymourtash, “desconfiaba de todos y de todo; Su Majestad no confiaba en nadie”. Su hijo, Mohammad Reza Shah, compartía la misma mentalidad. Tras ser derrocado por la Revolución de 1979, concluyó que “las falsas promesas de Estados Unidos me hicieron perder el trono”. Al llegar al poder, el ayatolá Ruhollah Jomeiní ejecutó a miles de opositores acusados de espionaje extranjero, y su sucesor, Jamenei, ha recurrido invariablemente en sus discursos a las supuestas conspiraciones de los Estados Unidos y del sionismo internacional.

Esta profunda desconfianza no se limita a las élites, sino que está incrustada en la estructura política misma del país. La célebre novela de Iraj Pezeshkzad Mi tío Napoleón llevada a la televisión en 1976 como una serie icónica satiriza a un patriarca obsesionado con ver complots británicos en todas partes. La obra sigue siendo un punto de referencia cultural sobre la mentalidad conspirativa que aún moldea la política y la sociedad iraní. Según la Encuesta Mundial de Valores de 2020, menos del 15 % de los iraníes cree que “la mayoría de las personas son dignas de confianza”, una de las cifras más bajas del mundo.

En el estilo paranoico iraní, los de fuera son depredadores y los de dentro, traidores; las instituciones se subordinan al poder personal. En el último siglo, solo cuatro hombres han gobernado el país, sustituyendo las instituciones duraderas por cultos a la personalidad. La política ha oscilado entre breves estallidos de fervor y prolongados periodos de desilusión. La República Islámica ha acentuado este modelo al dividir oficialmente a sus ciudadanos entre “los de dentro” y “los de fuera”. En semejante atmósfera de desconfianza prospera una selección negativa: se recompensa la mediocridad, se promueven figuras grises y se privilegia la lealtad por encima del mérito. La ascensión de Jamenei en 1989 constituye un ejemplo clásico de esta dinámica, y es probable que los mismos criterios guíen el proceso de su sucesión. Esta cultura de desconfianza forjada por la historia, consolidada por los gobernantes e interiorizada por la sociedad no solo perpetúa el autoritarismo, sino que también obstaculiza la organización colectiva que requiere un gobierno representativo. Su sombra seguirá proyectándose largamente sobre el futuro de Irán.

Las transiciones autoritarias rara vez siguen un guion, y la de Irán no será una excepción. La muerte de Jamenei, o su incapacidad para continuar en el cargo, constituirá el detonante más evidente del cambio. Factores externos como un colapso en los precios del petróleo, el endurecimiento de las sanciones o nuevos ataques militares por parte de Israel o de Estados Unidos podrían agravar la inestabilidad del régimen. Pero la historia demuestra que los detonantes internos e imprevistos un desastre natural, la inmolación de un vendedor ambulante o el asesinato de una joven por mostrar un mechón de cabello pueden resultar igual de decisivos.

El futuro de Irán, gobernado durante casi medio siglo por la ideología, dependerá no de dogmas, sino de realidades administrativas: ante todo, de quién sea capaz de gobernar con mayor eficacia un país casi cinco veces más grande que Alemania, dotado de recursos inmensos pero asfixiado por problemas de enorme complejidad.

En este escenario turbulento, el Irán posterior a Jamenei podría evolucionar hacia diversas formas de poder: un régimen nacionalista de corte personalista, la continuidad del dominio clerical, un gobierno militar, un resurgimiento populista o una combinación singular de todos ellos. Estas posibilidades reflejan la naturaleza profundamente fraccional del país.

El clero sigue decidido a preservar la ideología de la República Islámica. Los Guardianes de la Revolución (IRGC) buscan consolidar su poder político y económico. Los ciudadanos marginados incluidas las minorías étnicas reclaman dignidad y oportunidades. La oposición, aunque demasiado fragmentada para unirse, posee la suficiente resiliencia como para no desaparecer. Ninguno de estos grupos es monolítico; sin embargo, serán sus aspiraciones y sus acciones las que determinen qué clase de país será Irán en el futuro.

Irán como Rusia

La República Islámica de Irán se asemeja hoy a la Unión Soviética en sus años crepusculares: intenta sostener una ideología agotada mediante la represión, una dirigencia envejecida teme a la reforma, y gran parte de la sociedad ha dado la espalda al Estado. Tanto Irán como Rusia son naciones dotadas de vastos recursos naturales, de orgullosas tradiciones históricas y literarias, y de resentimientos acumulados a lo largo de los siglos. Ambas fueron sacudidas por revoluciones ideológicas que pretendieron romper con el pasado y fundar un orden radicalmente nuevo: Rusia en 1917 e Irán en 1979. En ambos casos, la voluntad de vengar las humillaciones históricas y de imponer una nueva visión tanto interna como externamente condujo a la destrucción no solo de sus propios pueblos, sino también de sus vecinos. Aunque una fue militantemente atea y la otra teocrática, las similitudes entre ambas son sorprendentes. Como ocurrió con la Unión Soviética, la República Islámica es incapaz de alcanzar una reconciliación ideológica con los Estados Unidos; su paranoia se ha vuelto autorreferencial, y el régimen lleva en su seno las semillas de su propia descomposición.

El colapso soviético se aceleró con las reformas de Mijaíl Gorbachov, que relajaron el control central y liberaron fuerzas imposibles de contener. En los años noventa, la ausencia de legalidad, el saqueo oligárquico y las desigualdades crecientes alimentaron la ira y la frustración populares. De ese caos emergió Vladímir Putin, un antiguo oficial del KGB, quien reemplazó la ideología comunista por un nacionalismo sustentado en el agravio y prometió devolver al pueblo la estabilidad y el orgullo. Como presidente, se presentó a sí mismo como el restaurador de la dignidad y del lugar que Rusia merecía en el mundo.

Un proceso similar podría desarrollarse en Irán. El régimen, en bancarrota ideológica y económica, cerrado a las reformas genuinas y agobiado por la presión externa y el descontento interno, corre el riesgo de derrumbarse. Un colapso de ese tipo abriría un vacío que las élites de seguridad y los grupos oligárquicos tratarían de llenar. De ese contexto podría surgir un caudillo iraní proveniente de los Guardianes de la Revolución (IRGC) o de los servicios de inteligencia: un líder dispuesto a reemplazar la ideología chií por un nacionalismo iraní basado en la amargura y el resentimiento, erigiendo sobre él los cimientos de un nuevo orden autoritario. Figuras como Mohammad Baqer Qalibaf actual presidente del Parlamento y antiguo alto mando del IRGC encarnan en parte esa ambición; sin embargo, sus vínculos prolongados con el sistema vigente les restan legitimidad para encabezar un nuevo comienzo. Es probable que el futuro pertenezca a alguien menos visible hoy: demasiado joven para haber sido culpado del desastre, pero lo bastante experimentado para resurgir de sus ruinas.

Las similitudes, por supuesto, no son absolutas. Cuando la Unión Soviética colapsó, su liderazgo ya había alcanzado la tercera generación; Irán apenas se dispone a entrar en la segunda. Además, el país nunca tuvo un Gorbachov: Jamenei, convencido de que las reformas acelerarían el derrumbe del régimen, las bloqueó desde el principio.

Aun así, la verdad esencial permanece: cuando una ideología totalizadora se derrumba, lo que deja tras de sí no suele ser una renovación cívica, sino cinismo y nihilismo. La Rusia postsoviética no fue definida por un renacimiento democrático, sino por la búsqueda desenfrenada de riqueza a cualquier precio. Un Irán pos-teocrático podría seguir un camino similar: los ideales perdidos y los fines colectivos serían reemplazados por el consumismo y la ostentación.

Un “Putin iraní” podría adoptar algunas de las estrategias de la República Islámica: promover la inestabilidad en los países vecinos para garantizar la estabilidad interna, amenazar los flujos globales de energía, disfrazar su agresividad con un nuevo ropaje ideológico y, mientras se enriquece junto a otras élites, prometer el retorno de la grandeza nacional. Para los Estados Unidos y los vecinos de Irán, el ejemplo ruso ofrece una advertencia clara: la muerte de una ideología no implica necesariamente la llegada de la democracia. Con la misma facilidad puede engendrar un nuevo autócrata, desprovisto de escrúpulos, animado por resentimientos frescos y guiado por ambiciones renovadas.

Irán como China

Mientras la Unión Soviética se derrumbó por no haber sabido adaptarse a tiempo, China logró sobrevivir tras la muerte de Mao Zedong en 1976 mediante una transformación pragmática que sustituyó la pureza revolucionaria por el crecimiento económico. Desde hace años, el llamado “modelo chino” fascina a los dirigentes iraníes que desean preservar el régimen frente a una economía en bancarrota y a un creciente descontento social que hace del reformismo una necesidad inevitable. En este escenario, el régimen seguiría siendo represivo y autoritario, pero suavizaría sus principios revolucionarios y su conservadurismo social, avanzando hacia una aproximación con Estados Unidos, una integración más amplia en el mundo y una transición gradual de la teocracia hacia la tecnocracia. Los Guardianes de la Revolución (IRGC) mantendrían su poder y sus fuentes de ingreso, aunque evolucionarían al igual que el Ejército Popular de Liberación chino desde un espíritu revolucionario y militante hacia una estructura empresarial de carácter nacionalista.

Sin embargo, existen dos grandes obstáculos para que Irán adopte este modelo: construir el sistema y mantenerlo en el tiempo. En China, el acercamiento con Estados Unidos fue iniciado en la década de 1970 por el propio fundador de la revolución comunista, Mao Zedong. Pero quien aprovechó esa apertura para guiar al país desde la ortodoxia ideológica hacia el pragmatismo e implementar las reformas estructurales fue su sucesor definitivo, Deng Xiaoping. Irán también ha producido sus propios “Deng”: figuras como el expresidente Hasán Rohaní o Hasán Jomeiní, nieto del fundador de la revolución. No obstante, ninguno logró superar al ayatolá Alí Jamenei ni al círculo de conservadores intransigentes que lo rodean, quienes consideran que toda concesión ideológica en especial la normalización con Estados Unidos debilitaría el régimen en lugar de fortalecerlo.

Uno de los factores que facilitó el acercamiento sinoestadounidense fue la existencia de un enemigo común: la Unión Soviética. En cambio, aunque Irán y Estados Unidos han enfrentado ocasionalmente amenazas compartidas como Saddam Husein, Al Qaeda, los talibanes o el Estado Islámico, para Jamenei la hostilidad hacia Washington y Tel Aviv siempre ha prevalecido sobre cualquier cálculo estratégico. Adoptar el modelo chino implicaría, por tanto, que un Jamenei al final de su vida renunciara a su antiamericanismo visceral (algo sumamente improbable) o que se diseñara una transición controlada hacia un líder más moderado.

Aun si ese cambio se produjera, el camino iraní hacia un “modelo chino” sería arduo. El éxito de China radicó en una fuerza laboral colosal que permitió sacar a cientos de millones de personas de la pobreza, restaurando la legitimidad del Estado y consolidando la confianza social. Irán, en cambio, posee una economía rentista más cercana al patrón ruso. Si el régimen renunciara a la ideología sin ofrecer a cambio un bienestar tangible, podría perder su base tradicional de apoyo sin lograr conquistar nuevas adhesiones.

Un Irán despojado de su carga ideológica, normalizado en sus relaciones con Estados Unidos y reconciliado con la existencia de Israel representaría, sin duda, una mejora respecto del statu quo actual. No obstante, la experiencia china demuestra que el crecimiento económico y la integración internacional suelen despertar ambiciones regionales y globales de mayor alcance; las crisis de hoy podrían ser sustituidas por desafíos de otro tipo. Además, no está garantizado que Irán logre preservar la estabilidad interna durante este turbulento proceso de transición.

Irán como Corea del Norte

Si la República Islámica continúa priorizando la ideología por encima de los intereses nacionales, su futuro podría asemejarse al de la Corea del Norte actual: un régimen que sobrevive no gracias al apoyo popular, sino mediante la coerción y el aislamiento. Durante años, la preferencia de Jamenei ha sido mantener el modelo del líder espiritual: un clérigo de vida austera, fiel a los principios revolucionarios de resistencia frente a Estados Unidos e Israel y defensor de la ortodoxia islámica en el ámbito interno. Sin embargo, tras casi medio siglo desde la revolución de 1979, son pocos los iraníes que desean seguir viviendo en un sistema que les niega tanto la dignidad económica como las libertades políticas y sociales. La pervivencia de un régimen así requeriría un mecanismo de control totalitario y, probablemente, un arma nuclear con fines disuasorios ante posibles intervenciones externas.

En este escenario, el poder se concentraría en un círculo estrecho o incluso en una sola familia. Jamenei podría intentar designar un sucesor leal a los principios de la revolución; sin embargo, la falta de legitimidad popular entre los clérigos más radicales limita severamente el abanico de posibles candidatos. Uno de los nombres más fuertes, el del presidente Ebrahim Raisi, desapareció de la ecuación tras su muerte en un accidente de helicóptero en mayo de 2024. En tales circunstancias, el personaje más visible es Mojtaba Jamenei, hijo del líder supremo, de 56 años. Pero un proceso sucesorio de carácter hereditario chocaría de frente con uno de los pilares fundacionales de la revolución: la afirmación de Ruhollah Jomeiní de que la monarquía es contraria al islam.

Mojtaba no ha ocupado nunca un cargo electo, carece de presencia pública y es conocido principalmente por sus vínculos con los Guardianes de la Revolución en los bastidores del poder. Su imagen proyecta continuidad con la generación de su padre más que el dinamismo de una nueva era. El hecho de que sus partidarios lo comparen con el príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salman una analogía difundida en campañas digitales con la etiqueta en persa #MojtabaBinSalman revela que incluso el núcleo duro del jameneísmo anhela ya una visión de futuro antes que una repetición del pasado.

Los demás representantes del ala dura tampoco inspiran confianza en la opinión pública. Gholamhosein Mohseni Ejei, de 69 años, actual jefe del poder judicial, es conocido como un “juez verdugo” por haber firmado decenas de sentencias de muerte, y su gesto más recordado es haber mordido a un periodista que criticó la censura. Un liderazgo bajo su figura dependería no del consentimiento popular, sino del respaldo de los Guardianes de la Revolución. Pero aún está por verse si estos seguirán acatando la autoridad de los ancianos clérigos del Consejo de Expertos encargado de designar al líder supremo o si, por el contrario, impondrán directamente a su propio comandante en jefe.

El modelo norcoreano chocaría, además, con una sociedad que observa con admiración la apertura y la prosperidad de Corea del Sur. Muy pocos iraníes aceptarían un régimen que, con mayor severidad aún que hoy, subordine el bienestar económico y la seguridad individual a la pureza ideológica. La continuidad de un sistema totalitario conduciría a detenciones masivas en el interior y a una migración generalizada de las élites técnicas y educadas hacia el exterior, todo ello acompañado de la búsqueda de una disuasión nuclear. Pero Irán, a diferencia de Corea del Norte, no puede sellarse herméticamente: Israel ha establecido una supremacía aérea absoluta y ha demostrado en repetidas ocasiones su capacidad para atacar instalaciones nucleares, bases de misiles y altos mandos militares iraníes.

Si el próximo líder supremo vuelve a ser una figura del ala dura, su mandato probablemente será transitorio. Podrá prolongar durante un tiempo el sistema existente, pero difícilmente logrará construir una estructura estable y duradera. El pensador laico Ahmad Kasravi asesinado por islamistas en 1946 escribió alguna vez: “Irán le debe al clero una sola oportunidad de gobernar, para que se revelen sus limitaciones.” Tras casi medio siglo de desgobierno teocrático, esa deuda ha sido pagada con creces. Si el futuro de Irán ha de estar nuevamente bajo la sombra de un líder autoritario, ese líder, sin duda, ya no llevará turbante.

Irán como Pakistán

Si el futuro de Irán ha de moldearse bajo el control de los Guardianes de la Revolución Islámica (IRGC), su paralelo más cercano sería Pakistán. Desde la revolución de 1979, la República Islámica ha evolucionado de un Estado gobernado por el clero hacia un régimen dominado por el aparato de seguridad. Creado para “proteger la revolución” frente a las injerencias externas, la oposición interna y la posible deslealtad del antiguo ejército del sah, el IRGC creció exponencialmente durante la guerra Irán-Irak y, con el tiempo, se transformó en un organismo híbrido: simultáneamente fuerza militar, imperio económico y maquinaria política.

En la actualidad, el IRGC supervisa el programa nuclear iraní, controla milicias aliadas en toda la región y domina amplios sectores de la economía. Su poder es tan vasto que la definición más adecuada para el Irán contemporáneo parece ser esta: no un país con ejército, sino un ejército con país.

Las profundas desconfianzas de Jamenei lo llevaron a apoyarse en los Guardianes como pilar de su gobierno. La invasión estadounidense de Afganistán e Irak ofreció al IRGC la oportunidad de expandir su presupuesto y financiar sus redes de milicias regionales, mientras que las sanciones internacionales transformaron los puertos iraníes en centros de contrabando, reforzando aún más su poder económico. No obstante, el IRGC dista mucho de ser monolítico: es un conjunto de cárteles de intereses, marcado por rivalidades generacionales, institucionales y comerciales, reprimidas durante años bajo la autoridad del líder supremo. Con la desaparición de Jamenei, esas tensiones probablemente saldrán a la superficie.

Un escenario posible sería que el IRGC convirtiera su poder actual en dominio directo mediante una estrategia de manipulación del descontento popular, para luego presentarse como “salvador de la nación”. Tal dinámica recordaría la del ejército paquistaní, que durante décadas se ha legitimado como garante de la unidad nacional frente a las divisiones internas y la amenaza india. Si los Guardianes adoptaran esta vía, no solo desplazarían al clero, sino que también sustituirían los fundamentos ideológicos del Estado: del chiismo revolucionario a un nacionalismo iraní secular. Los clérigos invocan a Dios; los guardianes, la tierra.

Sin embargo, la influencia del IRGC no debe confundirse con legitimidad popular. Sus altos mandos son designados por Jamenei y rotados con frecuencia para evitar acumulaciones de poder, lo que ha contribuido a que la organización sea vista por amplios sectores sociales como sinónimo de represión, corrupción e ineptitud. El diagnóstico de Siamak Namazi, ciudadano iraní-estadounidense retenido ocho años por el IRGC, es elocuente: “El Irán de hoy está gobernado por redes mafiosas en competencia, gestionadas por el IRGC y sus exalumnos, cuya lealtad más alta no es hacia la nación, la religión o la ideología, sino hacia el enriquecimiento personal.”

Los asesinatos selectivos de una veintena de comandantes del IRGC por parte de Israel en los últimos años en sus refugios e incluso en sus dormitorios han evidenciado la vulnerabilidad del cuerpo frente a ataques externos y su debilidad estructural, producto de la preferencia por la lealtad sobre la competencia. Un régimen bajo su control requeriría, por tanto, una nueva generación de líderes menos dogmáticos, más jóvenes y capaces de articular un discurso nacionalista antes que religioso.

Si los Guardianes asumieran el gobierno directo, la dirección del país dependería del carácter de quien ascendiera al poder. Un comandante marcado por el resentimiento podría convertirse en una versión iraní de Putin, sustituyendo el islamismo por un nacionalismo combativo frente a Occidente. Uno más pragmático podría asemejarse al presidente egipcio Abdelfatah al-Sisi: autoritario, pero dispuesto a cooperar con las potencias occidentales para asegurar su supervivencia.

En este contexto, la cuestión nuclear adquiere una importancia decisiva. Los estrategas del IRGC suelen comparar en sus escritos los destinos de Saddam Husein y Muamar el Gadafi ambos sin armas nucleares y derrocados con el de Corea del Norte, que posee tales armas y ha sobrevivido. Un Irán gobernado por los Guardianes enfrentaría el mismo dilema: ¿construir la bomba para garantizar su supervivencia o abandonarla a cambio de reconocimiento y beneficios económicos internacionales?

Como en Pakistán, ese Irán ya no estaría definido por los clérigos, sino por los generales: comandantes nacionalistas dispuestos a inflamar el fervor patriótico, moviéndose entre la confrontación y la negociación con Occidente.

Irán como Türkiye

Por su territorio, población, cultura e historia, pocos países se asemejan más a Irán que Türkiye. Ambos son Estados no árabes con fuerte identidad musulmana, orgullosos legados históricos y una profunda desconfianza hacia las potencias extranjeras. La trayectoria de Türkiye bajo el liderazgo del presidente Recep Tayyip Erdogan ofrece un paralelismo revelador: un dirigente popular elegido en las urnas, reformas iniciales con amplio apoyo ciudadano y, después, un deslizamiento gradual pero decidido hacia un autoritarismo mayoritario bajo el discurso de la democracia.

No obstante, que Irán siga ese camino exigiría una transformación institucional profunda: la disolución del liderazgo clerical, del Consejo de Guardianes de la Constitución y de la Asamblea de Expertos; la integración del IRGC en un ejército profesional, y el fortalecimiento de unas instituciones electas que hoy existen en gran medida solo de forma simbólica. Sin estas condiciones, no podría germinar una cultura política verdaderamente competitiva y responsable.

Aun así, Irán no partiría desde cero. Como señala el sociólogo Kian Tajbakhsh, la creación de miles de consejos locales y órganos municipales por parte del régimen ha dado lugar a instituciones de doble uso: concebidas como instrumentos de control autoritario, pero potencialmente capaces de servir como base para una transición democrática. Los iraníes han practicado durante décadas las formas del gobierno representativo, aunque nunca hayan accedido a su esencia.

Una elección que pudiera considerarse mínimamente justa bastaría para propulsar el ascenso de un líder populista. En un país de vastos recursos naturales y profundas desigualdades, el populismo ha sido una fuerza recurrente. En 1979, Jomeiní desafió al sah y a sus aliados occidentales prometiendo vivienda, servicios gratuitos y la redistribución de la riqueza petrolera en beneficio del pueblo. Una generación más tarde, el entonces poco conocido alcalde de Teherán, Mahmud Ahmadineyad, alcanzó la presidencia en 2005 con el lema de “poner el dinero del petróleo sobre la mesa del pueblo”. Del mismo modo, en la era Pos-Jamenei podría surgir otra figura populista, de perfil nacionalista, capaz de canalizar la ira popular contra las élites internas y las potencias externas.

Tal rumbo no convertiría a Irán en una democracia liberal, pero sí podría significar el ocaso del dominio absoluto del clero. Este modelo combinaría el apoyo popular con una autoridad centralizada, el nacionalismo con la simbología religiosa y la redistribución con un cierto grado de corrupción. Para muchos iraníes, esta opción resultaría preferible a la teocracia actual o a un régimen militar abierto. Sin embargo, la experiencia turca ofrece una advertencia clara: el populismo no siempre conduce al pluralismo, y con frecuencia abre el camino a una nueva forma de autoritarismo legitimado por las urnas.